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LIBROS DE ARTISTA

 ¡No te amedrentes, corazón mío! Allá en el campo  de batalla ansío morir al filo de de obsidiana.
Anónimo mexica: Cantar de los cantares.   

 


Jeanne Saade Palombo es una cronista obsesionada con la belleza del dolor o al menos de la imperfección, de modo que, en ese aliento de realidad, el de nuestra mortalidad y limitaciones, se refugia y allí atesora, en nuestra condición de creaturas, las mejores de sus impresiones sobre el género humano. Si las personas no dan para ser rescatadas como unidades, al menos salvaguarda uno de sus fragmentos más expresivos: ese órgano palpitante que distribuye la sangre a raudales por nuestros cuerpos, torpes, dolientes, relativos. Quien crea lo hace en desafío a la divinidad, en un acto de rebeldía que no reconoce ser superior como tal; y los antiguos mexicanos decían de los poetas y con seguridad de los tlacuilos, esos que escriben pintando, que poseían un yolteotl o “corazón endiosado”.

Nuestra compositora de itinerarios metafísicos, en búsqueda del sentido de la vida y la felicidad, disecta nuestras anatomías como persiguiendo una intención en ese núcleo vital, suma de aurículas y ventrículos que bombea el líquido que nos mantiene hidratados en la conciencia. A despecho de las impresiones sentimentales y las apelaciones intelectuales, los sujetos comparecen esclavos y rehenes de lo que piensan, de lo que perciben, y si dichas emociones y argumentos son fuertes y decisivos, los pulsos arteriales se verán afectados: subirán como globos o se desplomarán como plomadas, recordándonos que el corazón, en toda la amplitud de sus significados, rige nuestras existencias. La pintora-filósofa lo evoca de trasmano en una visualidad ineludible para que no se nos olvide esa tan crítica dependencia de nuestro ser. Queremos, necesitamos, anhelamos, esperamos, amamos, todo al mismo tiempo y en cadencias sucesivas, estamos atrapados en los ritmos y los timbres generados por la contracción-relajación del músculo de la cordialidad, pues no se nos olvide que corazón viene del latín cordis, y por extensión la noción misma que clama por la memoria: recordar, ancla su origen en traer de nueva cuenta algo o alguien al corazón.

Cámaras y cavidades que forman una auténtica estructura –la del corazón- en planos y profundidades diversas: miocardio, endocardio, pericardio…capas del órgano contráctil que, al modo de un metrónomo, marca la alternancia de sonidos diferentes en intensidad (fuertes y débiles) y/o duración (largos y breves). Abrir y cerrar de un puño que irriga existencia y quizá sentido, imponiendo un pulso único e irrepetible, echando mano de válvulas en su abundancia y pluralidad funcional: válvulas de compuerta, válvulas de globo, válvulas de bola, válvulas de mariposa, válvulas de apriete, válvulas de diafragma, válvulas de macho, válvulas de retención y válvulas de desahogo-alivio. Y a querer o no estas son las modalidades que nos convida inventora tan singular de formas, anécdotas y figuras, verosímiles, fantásticas, imaginarias y hasta reales. Y el pasmo de sus creaciones se acompaña de una armonía sin igual, la belleza absoluta de un dibujo-pintura que carece de límites, incapaz de distinguir entre lo sagrado y lo profano, la vida y la muerte: todo lo contiene, con naturalidad y genialidad.

  Luis Ignacio Sainz

 

El sueño del cigoto
A propósito de los dibujos de Jeanne Saade Palombo


A un tris de que la ilusión se cumpliese, la de fecundar, y para ello se celebraron los preparativos: la exaltación de los sentidos, la irrupción del deseo y su recompensa los gozos y los placeres, con una pizca de lascivia, su disposición física y calendárica, para que prosperase ese fluir de los dentros en un cigoto, ese alojamiento de un gameto masculino, microscópico, el espermatozoide, casi inútil pues poco aporta al producto final, en un lecho casi de rosas, el óvulo, gameto femenino que se ofrece en calidad de trono complaciente, aposento de almohadones que atrapará y disfrutará el asentamiento de ese signo varonil invisible. Y esta suma de escenas, de cuadros teatrales, antecede las imágenes de esa creadora ilimitada que se propone tópicos límites, a ratos escabrosos, en ocasiones taxonómicos, y que, en esta oportunidad, brinca el instante de la fecundación, transita las etapas del embrión, para solazarse en ese enigma que es el feto: vertebrado vivíparo en desarrollo, en profecía de corto plazo, hasta nueve meses, cuando irrumpe en escena, sonoro y ruidoso,  lastimero y temperamental, gozoso en sus berridos, y entonces consuma el significado latino, fetus, que designa el resultado, la cría o el retoño, y no el proceso, la gravidez. Su crecimiento, torsión, acomodo, calistenia, gimnasia, son congelados, casi paralizados puesto que las escenas conservan y transmiten el ritmo de la respiración amniótica, literalmente subacuática (en referencia a la localidad de los alrededores de Roma, Subiaco, sub-aquem, bajo el agua, donde Nerón disponía de un palacio, al menos una villa audaz y suntuosa construida en el año 54, represando el río Aniene para formar tres lagos bajo el patio, cuyos vestigios sobreviven inadvertidos tras un portalón cerrado en la ruta muchos siglos más tarde al monasterio benedictino de Santa Escolástica, desde donde observó el triunfo de las llamas). Ese ser atesorado en cofre elástico, el útero, se muestra y oculta a voluntad en esas pequeñas obras maestras de una artista que se empeña en desentrañar los misterios de un ser biológico, dejando de lado sus aristas simbólicas o incluso absurdas adjudicaciones espirituales o de la conciencia o del alma, a según el fundamentalismo de ciertos observadores sumidos en su ignorancia abisal. Suma llena de sorpresas, por su belleza y su misterio, que persigue las modificaciones de esa comunión celular en expansión constante, reconstruyendo conjeturalmente sus colores, ese vaivén que arrulla al fruto, de los verdes y los ocres y los bermellones y los carmesíes y los azules en movimiento, jaspeados, moteados, salpicados, que arropan y ornamentan a ese trozo de espasmos cardiacos y respiratorios, desde su no-vida, desde su no-ser. Tal vez Jeanne Saade Palombo deambula en los corredores de ese mínimo espacio anatómico, dilatable, a sus anchas, por esa notable habilidad que la distingue por encima de todos y de todas, para comprender los latidos del espacio, sus posibilidades y sus fronteras. Elige el tema de estas representaciones por su complejidad: un objeto en suspensión, que flota y sin embargo está anclado a una estructura que lo ancla mediante unas membranas o unos tubos de alimentación; realidad en ciernes que se mueve y reposa, se agita y serena. De modo que esas manifestaciones de agitación (meneo) y quietud, de vacío y hastío, en su justa y cambiante contradicción se erigen en motivo plástico, de armoniosas consecuencias estéticas, rasgos de hermosura en lobreguez y tinieblas, o al menos en la turbiedad de ese caldo repleto de proteínas y densidades varias que recuerdan las ciénegas donde solían encallar los mamuts en los rumbos de Siberia. La suya es una mirada que escruta un fenómeno, sin que titile las fibras de su maternidad como experiencia. Victoria del arte.

  Luis Ignacio Sainz


Éranse unos cráneos…

“…la vida y sus alrededores son un tejido de ilusión”.
Roberto Juarroz.




Y para no perderlo de vista, es más, y tenerlo en mente siempre, Jeanne Saade Palombo festeja el prodigio de la existencia recurriendo a una forma seductora e imponente que, quizá, pueda interpretarse como la antípoda de la vida: los cráneos, símbolo de nuestra condición efímera… pero también del paladar, por aquél dicho de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Piénsese en nuestra antropofagia virtual, novohispana, dedicada a devorar y engullir huesitos y calaveras, modelados con harina y engalanados con barniz de huevo o azúcar, según la región que amase y hornee tan irresistibles tortas o tartas.

En este ritual se funden y reconcilian tradiciones encontradas, contradictorias, casi enemigas:  desde el recurso ornamental del amaranto y la presencia abundante del color prehispánico del más allá, el amarillo, en calabazas, naranjas, plátanos, guayabas, clemoles (caldillos para guisados) y cempasúchil. Los adornos representan muchas cosas a la vez: el esqueleto del ausente, la cabeza y las extremidades del cadáver, o, incluso, los cuatro puntos cardinales del universo indígena, el nahuolli, cada uno en devoción a sus dioses: Quetzalcóatl-Camaxtli, Xipe Tótec, Tláloc-Huitzilopochtli y Tezcatlipoca.

Pero este desvarío gastronómico, la tentación invencible de la repostería, se justifica porque los dibujos, las pinturas, de nuestra creadora de universos ignotos, jamás recorridos, invenciones puras del libertinaje de la mano que piensa al esbozar, esgrafiar y bocetar, resultan ser un auténtico festín para los sentidos. Alimentando, en especial, como si fuese su prioridad, la gula por la belleza y la exactitud de estos motivos iconográficos, las testas despojadas de pedestales que podrían ser morbosos y hasta necrofílicos y sin embargo, de tan hermosos tratamientos, pierden su ferocidad transformándose, a la mexicana, en “antojitos”.

Cráneos solitarios, carentes de Tzompantli, que son trazos automáticos, representaciones ajenas al cansancio, pues van y vienen conquistando el último resquicio del soporte que los aloja: esos papeles suaves, tersos, dispuestos a recibir las cabezas sin dueño, esos armazones óseos que funcionan a modo de joyeros, ya que cuentan con un sitio de reposo, “la silla turca”, nicho o bocado del hueso esfenoides, donde suele instalarse su majestad la hipófisis o glándula pituitaria, la fábrica líder en producción de hormonas… que anuncia los gozos de quien escribe pintando, nuestra tlacuilo y su hermosísimo códice en ofrenda de los vivos y los muertos.

Viene a colación la tardía sentencia de Jean-Jacques Rousseau en el Emilio o de la educación (1762), al señalar que “la persona ha olvidado cómo morir, porque no sabe cómo vivir”. La artista, como pocos seres que moran por la corteza terrestre, sabe los secretos de la felicidad en la vigilia, con los sentidos en alerta máxima, y generosa como es nos convida esos cráneos, genuinas invitaciones a disfrutar de la magia cotidiana que en ocasiones se nos escapa, pero a ella no: el sol y sus caricias, las sonrisas de sus nietos, los aciertos de la plástica, la conversación profunda con sus amistades, sin aspavientos ni pretensiones, entre otros carros alegóricos del desfile de su amor, justo, por la vida y los anhelos de su rueca.

Luis Ignacio Sainz

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